Keijo, Naedrik y Marek, salieron de casa de Patrick a buscar a los padres de los tres bebes, partiendo bajo la premisa de volver a la casa donde los salvaron, con la esperanza que los padres se acerquen a buscarlos habiendo pasado todo este caos incendiario en la ciudad, dejando a Patrick en casa, continuando con la investigación de la pintura que habían encontrado.
Keijo no estaba muy familiarizado con las calles, optó por seguir el rastro de humo de las casas afectadas por el fuego. Durante el camino un gran grupo de personas furibundas habían rodeado a unas mujeres en túnicas blancas, las cuales se veían bastante superadas por la situación. – ¡Brujas!, ¡Brujas!, ¡Quemen a las brujas! – gritaban, mientras unos levantaban los puños y otros levantaban objetos que podrían ser utilizados como armas, con la clara intención de agredirlas.
Un grupo de guardias realizaban su recorrido en la zona, contemplando el jaleo que se había armaba. Al parecer no tenían la mínima intención de intervenir.
La gente seguía avanzando amenazadoramente arrinconándolas contra un pozo que se encontraba en medio de la plaza.
Viendo que la situación estaba a punto de salirse de control, Marek tomó la iniciativa, dirigiéndose hacia uno de los guardias más cercano para instarlo a tomar acción, deslizándole sutilmente una moneda de plata. El guardia lo miró con desdén y haciéndole una seña con la mano le ordenaba continuar su camino, mientras se dirigía hacia la turba. – ¡Basta de este alboroto!, sigan su camino y dejen de estar causando escándalo en la vía pública. – sus compañeros caminaban por el lugar ahora con una mano en la empuñadura de sus espadas, observando a la gente. Esto fue suficiente incentivo para que las personas se desbanden, dejando a las mujeres tranquilas.
Una de ellas, la que estuvo haciendo frente a la turba protegiendo a las otras dos más asustadas, se acercó con cautela donde Marek para agradecerle su intervención. La joven se presentó como Daleska Yermont, miembro de la Hermandad de la Mano Misericorde, seguidora de Hala.
Marek y Patrick sabían que las congregaciones devotas a Hala no eran bien vistas por la población, especialmente en lugares donde la Orden de Ezra tenía fuerte presencia. En Levkarest se erigía la gran catedral de esta Orden, llamada el Hogar de la Fe, siendo la fuente principal de las tres vertientes existentes en el continente. La devoción a Ezra fue creciendo con el tiempo, catalogando a las comunidades de Hala como seguidores de lo oculto y sobrenatural, que, si bien tenían diferencias ideológicas, nunca llegaban a la violencia, al menos que ellos sepan. Sus seguidores, era otra historia.
Keijo le comentó la intención de buscar a los padres de los bebes, para lo que Daleska se ofreció a ayudarlos, enviando a Oerleen y Durlena de vuelta al Hospicio, debiendo informarle a Larshela, su maestra, lo sucedido. Ambas salieron de inmediato, no sin antes extender la bendición de Hala a todos.
Retomaron el camino y mientras seguían buscando el lugar, la una voz de un niño llamaba a Keijo, reconociendo a Henmas que se acercaba corriendo a abrazarlo. Él y su familia se encontraban bien, agradeciendo a Ezra por la bendición de su protección. Keijo con cierta alegría le revolvió el cabello al recibir la noticia. Le contó lo que estaban haciendo, a lo que Henmas conocía el lugar que mencionaba y muy emocionado, al ver que lo podía ayudar, lo guio. Una vez ahí, Henmas se despidió de todos y prometió llevar a su familia los buenos deseos de Keijo.
La casa se encontraba tal como la habían dejado anoche. Keijo procedió a contarles lo sucedido y de cómo rescataron a los niños. Hasta el momento, los padres aún no aparecían. Con cierta duda, decidieron ingresar a revisar el lugar, dejando a Daleska y Naedrik con los bebes, encontrando prácticamente todo igual, incluso los cuerpos del matrimonio seguían en el mismo lugar.
Tres guardias se acercaron a la puerta de la casa preguntando a que se debía su presencia en este lugar. Antes de que empezaran a realizar más preguntas, Basile apareció acercándose a cada uno tomándolos de las manos, agradeciéndoles sus servicios prestados y deslizándoles unas monedas a cada uno.
Una vez que los guardias se retiraron, Basile se disculpó con todos por su repentina ausencia sin haberles comunicado nada, debía atender algo con suma urgencia. Sin embargo, su alejamiento no fue en vano, pues les dio la noticia que había dado con los padres de los niños y ya se encontraban en camino. Había vuelto a casa de Patrick para avisarles, pero no los encontró, asumió que habrían regresado a este lugar, recordando que lo habían propuesto durante la noche.
Ingresó con ellos a la casa para revisar la habitación donde encontraron a los pequeños y en el foso aún los cuerpos en descomposición. Basile bajó a revisar los cuerpos, tapándose la nariz y boca con un pañuelo que parecía fino protegiéndose del olor y la contaminación. El hedor que salía del agujero era intenso, siendo por ese túnel que escapó la criatura que los había atacado. Inesperadamente, Basile metió la cabeza por el agujero, intentando ver si descubría algo más pero no logró ver nada. Sin embargo, logró Marek y él reconocieron el olor de aguas estancadas. Las alcantarillas que recorren bajo la ciudad, no parecían coincidir con la zona con estos túneles. Sin embargo, olor les era más intenso como las aguas purulentas que rezumaban por las alcantarillas en las zonas más pobres de la ciudad, cercanas al puente del pantano. Esto requeriría mayor investigación.
La suave voz de Daleska los llamó desde fuera, anunciando que los padres de los bebes habían llegado a recogerlos. Entre lágrimas y agradecimientos, los padres abrazaron y besaron a sus hijos, alabando a Ezra por el milagro concedido. Marek se puso entre ambos grupos ofreciendo un extenso discurso glorificando la loable y valerosa labor realizada por Él y sus compañeros, estrechando manos con todos ellos y despidiéndose efusivamente de los pequeños.
Basile, lo miró sorprendido al ver lo rápido que había aprendido de él. Una vez se fueron las familias, volteó a conversar con sus compañeros, percatándose recién de la joven Daleska, acercándose rápidamente donde ella, haciendo con exagerada parsimonia un saludo, tomándole de una de sus manos para besarla, presentándose como Basile Vernier, cantante, compositor, poeta, defensor de inocentes y protector de doncellas.
Pasado ese incómodo y desconcertante momento, acordaron acompañar a Daleska al Hospicio de la Mano Misericorde para hablar con su maestra e investigar acerca de los incendios y las aberraciones tentaculares a las que habían enfrentado.
Daleska les comentó que el lugar que actualmente utilizaban para su congregación era una antigua taberna que les fue otorgado por uno de los devotos, en agradecimiento por el servicio que le brindaron a su familia. Al llegar al lugar, un amplio local se extendía rodeado de jardines. El lugar se notaba afectado por el fuego, pero algo más llamó la atención de Marek, percatándose de unas oscuras marcas que se alejaban por la calle, provenientes del Hospicio.
Al ingresar, el lugar estaba abarrotado de camas improvisadas al ras del piso, para lo que muchas de las mesas habían sido retiradas, para recibir y atender a todas las personas que se habían visto afectadas. Varios miembros de la congregación recorrían por todas partes atendiendo a la gente.
Daleska los condujo donde Larshela Rosseur, la líder de esta congregación, quien hacía uso de la oficina del anterior administrador. Ella los recibió de pie, detrás de un abarrotado escritorio, con el acostumbrado saludo de la congregación – Bienvenidos sean a la casa de Hala, bienaventurados aquellos que obran en su nombre pues sus acciones son muestra de su misericordia - mientras trataba de disimular el cansancio y dolor en su rostro. Tomó asiento y continuó – Primero, agradezco la ayuda que le han brindado a nuestras hermanas. Entenderán que dada lo ocurrido, los ánimos en general se encuentran bastante alterados. Sin embargo, no hemos mantenido ocupadas sin descanso toda la noche, e incluso hasta este mismo instante. Díganme en que les podemos ayudar. – recorriendo con la mirada a cada uno de ellos como tratando de descifrar sus intenciones.
Con la finalidad de no quitarle mucho tiempo, fueron directo al grano describiéndole las criaturas a las que habían enfrentado, así como si tenía alguna idea del origen de los incendios. Larshela, una mujer de unos 60 años que en un principio se le veía imponente por su altura y sus penetrantes ojos azules, con semblante severo pero gentil de alguien de su edad, permanecía sentada cubierta entre los pliegues de su blanca túnica con bordes azul, dándoles la impresión de haberse encogido de repente por el peso de aquellas preguntas. Sin embargo, les respondió calmadamente negando tener conocimiento de las criaturas que describían y mucho menos de los incendios. Sin embargo, tal vez haya sido por su estado actual, pero algo les dio la impresión que parecía ocultarles algo.
Marek le soltó sin más acerca de las aparentes huellas en la calle provenientes del interior del lugar, dejando ver consternación en su cansado rostro ante la sorpresa de los demás – Como han podido ver, los acontecimientos recientes nos han tenido muy ocupadas. Sumado a ello, nos vimos también afectadas por el fuego, por lo que no hemos tenido tiempo para poder evaluar los daños. – El tono en su voz había cambiado, notándose mayor severidad ante esa observación. – Si es que no hubiese más en que podamos atenderlos, espero sepan comprender que tenemos las manos muy ocupadas con toda esta situación que aún no termina. – poniéndose en pie en señal de invitarlos a retirarse.
Basile, agradeció efusivamente a Larshela por su tiempo y la tan noble labor que venían realizando ella y su congregación, ensalzando su liderazgo y fortaleza. Tomó del brazo a Daleska y prácticamente jalándola fuera de la oficina, les hizo una señal a los demás para que lo siguieran.
Se despidieron de ella agradeciéndole por su tiempo, es en ese momento, por un muy breve instante que Larshela reaccionó tratando de realizar la acostumbrada bendición de Hala, pero se contuvo, logrando vislumbrar tanto Marek como Naedrik, quemaduras en sus manos, las cuales rápidamente volvió a ocultar tras su túnica.
Una vez fuera de la oficina, decidieron ir al salón para buscar entre los heridos algo de información.
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Se despertó confundida, con la visión
borrosa y la boca amarga. Los brazos le dolían por el peso de haber tenido la cabeza
apoyada encima de ellos. Estaba sentada y apoyada sobre una mesa larga cubierta
con mantel de tela roja corriente. Si bien la silla se veía indudablemente
cómoda, las piernas las sentía medianamente entumecidas por el tiempo en que se
encontraba en esa posición. El pesado frio en los tobillos la alarmó,
especialmente cuando trató de mover las piernas sintiendo el sonido metálico de
cadenas que se lo impedían. Frente a ella un hombre en la misma situación,
recostado sobre sus brazos encima de la mesa. Miró la habitación en la que se
encontraban, parecía un salón, cubierto por gruesas y extensas cortinas color
gris oscuro que iba de pared a pared, rodeándolos. En el techo un candelabro
forjado colgaba con trece velas encendidas. La mesa se encontraba vacía y no
había nada que pudiera ayudarla a escapar. No tenía idea de lo que sucedía o a
que se debía que estuviera en ese lugar. Se estiro tratando de alcanzar a la
persona que estaba frente a ella, pero estaba unos centímetros más lejos. Le
gritó, sintiendo el dolor en su garganta como si hubiese sido apretada con
fuerza. Carraspeo tratando de aclarar la voz un poco y volver a intentarlo. Fue
levantando la voz con dificultad pues el dolor se hacía más notorio a mayor el
esfuerzo. Golpeó la mesa para llamar su atención, jalando el mantel rojo, percatándose
que la tela estaba húmeda. Mayor fue su sorpresa al darse cuenta que tanto sus
manos como sus brazos se encontraban manchadas de rojo, un rojo de la
consistencia de la sangre. Nuevamente intento gritarle a la otra persona, con
mayor insistencia.
Empezaba a reaccionar.
Sacó la cabeza de entre sus brazos,
mostrando las marcas en su piel enrojecida.
Lo reconoció, era Algier, su esposo.
Ilse, lo llamó por su nombre tratando
de hacerlo reaccionar y ver si es que tenía idea de donde se encontraban.
De repente un espantoso sonido resonó en
el lugar, como si arañasen la porcelana con los cubiertos. Las velas se
apagaron.
Ilse gritaba el nombre de su esposo
sin importarle el dolor lacerante que sentía en su garganta.
El sonido se detuvo y las velas se
encendieron. Diez velas ahora alumbraban el lugar. Ilse y Algier se miraron
fijamente con expresión de terror en sus rostros. Algier tenía una mordaza de
metal en la boca con un pequeño candado a un lado de la cabeza, lo que le impedía
hablar. Dos abrazaderas se extienden por su espalda hasta conectarse con una
especie de chaleco de cuero duro. Dos cadenas descienden hasta el piso para
conectarse con una base laminada, anclada en el suelo. Como si estuviesen
sincronizados giraron la cabeza para ver a la persona que había aparecido al
extremo de la mesa cerca de ellos. Otra persona en la misma situación, con la
cabeza recostada sobre sus brazos, inconsciente.
Ilse, gritaba pidiendo explicaciones a
quienes estuviesen haciéndoles esto, pero no obtenía respuesta. Maldecía
repetidamente mientras se agachaba por debajo de la mesa para revisar las
cadenas que le apresaban de sus lastimados tobillos. La impresión de que algo
se estuviese movimiento allí debajo entre la oscuridad la hizo volver a
sentarse nuevamente para sentirse ingenuamente a salvo bajo la luz de las velas.
Algier, tanteaba con sus manos la
mordaza que tenía puesta, sintiendo una placa metálica que se adentraba en su
boca. Le hacía señas a su esposa tratando de preguntarle si sabía algo, pero no
se daba a comprender, hecho que lo frustraba aún más. Giró la cabeza a la
derecha y se dio cuenta que las cortinas grises se habían separado en ese
extremo, mostrando una pared azul tornasolada. En ella se encontraba colgado un
gran cuadro en marco aparentemente de madera en pan de oro, con un diseño de
ondas entrecruzadas entre sí. La pintura era totalmente negra, sin embargo, dando
la apariencia que la oscuridad en sí fluyera como si se tratase de alguna especie
de líquido espeso. Debajo del cuadro, una especie de altar se mantenía sombrío
y abandonado.
- ¡Algier! ¡Mira! – le gritó su
esposa, volteando asustado a verla, quien le señalaba en dirección a la otra
persona que se encontraba en el otro extremo.
Patrick Jane, levantó la cabeza. Un
dolor en la nuca le hizo llevarse una mano para ejercerse ligeramente presión como
intentado darse un masaje, mientras trataba de estirar el cuerpo para liberar tensión
en los músculos. Cierta incomodidad le hace darse cuenta que tiene una especie
de copa metálica cubriendo encima de la cabeza, conectada a unas barras de
metal que descienden por ambos lados hasta conectarse a una especie de anillo
que encierra su cuello. Una cadena y un cable sobresalen por el lado izquierdo hasta
el piso perdiéndose en la oscuridad del lugar.
Algier e Ilse se miraron con expresión
desencajada, pues no daban crédito a lo que veían. Y si su esposo no tuviera
esa mordaza bloqueándole la boca, hubiera expresado al unísono con su esposa la
misma palabra. - ¿Hijo? -
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